La bufanda del fin del mundo

Notas sobre cultura, feminismo e intimidad
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Jueves, 25 de noviembre de 2021

La bufanda del fin del mundo

Noelia Ramírez

La bufanda del fin del mundo

/ Collage de Ana Regina García

Estoy tejiendo una bufanda. No es para mí. Será gris, clásica: agujas del cinco, punto inglés. Calculando su ancho idealizaba mi pequeña rebelión contra la epidemia de productividad. En un mundo sin aficiones porque todos trabajamos e invertimos nuestro (falso) tiempo libre para nuestra marca personal, ahí estaría yo, vengándome del sistema dando un punto del derecho y otro del revés en una bufanda segundo violín, nada especial. Una que por fuera pareciese anodina, poco imaginativa, pero llamada a resistir. Futura superviviente a mudanzas y limpiezas de armarios. La que siempre abrigue a su portador. Hace frío ahí fuera. Cada vez más. Toca arroparse con lo que nos dé cobijo y calor.

Al principio, la llamaba "la bufanda del fin del mundo". Lo hice movida por el entusiasmo y poso mental de La seta del fin del mundo, el fascinante ensayo de la antropóloga Anna L. Tsing que edita ahora Capitán Swing y que parte del matsutake, una seta silvestre aromática que solo vive en bosques alterados por el hombre. El que fuese considerado como hongo más valioso y elitista del pasado, ese cuyo olor "evoca la tristeza por la pérdida de las regaladas riquezas del verano y las acentuadas sensibilidades del otoño", crece exclusivamente en las ruinas del capitalismo humano.

Se dice que cuando, en 1945, la bomba atómica destruyó Hiroshima, el primer ser vivo que resurgió en el paisaje devastado fue la seta matsutake. Su anfitrión para su desarollo es el pino rojo (Pinus densiflora), que crece en los entornos de abundante luz solar y suelos minerales que deja tras de sí la deforestación humana. La seta que los japoneses sentían como reliquia y regalaban en el pasado envuelta en una caja de helechos, la que recogen en su mayoría migrantes sin papeles en antiguos bosques frondosos convertidos en solares, crece en lugares de aspecto espeluznante. La suya es una historia de vida en la ruina de nuestro hogar colectivo. Brota en los despojos que ha dejado el que creíamos que sería el progreso humano.

Vela, plantita y diario para afrontar la vida cuando todo va fatal y pinta peor. Los consejos de mi 'feed' de instagram.

Vela, plantita y diario para afrontar la vida cuando todo va fatal y pinta peor. Los consejos de mi 'feed' de instagram. / Atres Media (Instagram/ ViceLife)

Como el matsutake, pensé que mi bufanda segundo violín estaba naciendo de los escombros de una cultura laboral agonizante. Mire a donde mire, hable con quien hable, nos veo a todas con la esperanza en ruinas. Mis puntadas como ansiolítico a "la gran dimisión". Al desasosiego de leer a otras como yo. Como la periodista Beatriz Serrano escribiendo sobre la ansiedad de sentir que "tiene que haber otra vida, tiene que haber algo más". Como la comunicadora Mar Manrique descubriéndonos desde su newsletter sobre periodismo que las recién llegadas ya saben de primera mano lo que es "vivir con tanta inquietud" por intuir la pérdida en la lucha entre la ambición y una calidad de vida que se empeña en tomar distancias con la ilusión por su vocación. Como la escritora Lyz Lenz, "harta de todo", enfadadísima en sus textos, cansada de preocuparse más por otras personas "de lo que ellos se preocupan por mí". No están solas.

El estudio McKinsey de 2021 sobre las mujeres en la fuerza de trabajo muestra que la frustración y el agotamiento de las trabajadoras ha empeorado. Que una de cada tres mujeres ha considerado reducir su jornada o dejarlo este año. Que cuatro de cada diez han pensado en abandonarlo todo. Prácticamente todas con la ambición femenina rota en pedazos.

Otra cosa no, pero en 'Jackie Brown' lo tenían claro.

Otra cosa no, pero en 'Jackie Brown' lo tenían claro. / Instagram/VelvetCoke

La bufanda que se intuía como ingenioso proyecto vengativo de 95% de lana y 5% de mohair tuvo una bofetada de realidad cuando leí ¿Es la estación del confort un grito de ayuda?, un interesantísimo ensayo en la newsletter de Kathryn Jezer-Morton. Esta investigadora canadiense, experta en la cultura momfluencer (el fenómeno de las madres influencers) analizaba por qué el espíritu del hogar confortable, ese tan de la cultura de las mamás de Instagram, tan de las emprendedoras de la domesticidad, había saltado de ese nicho tan particular para invadirnos a todos los demás. Morton se preguntaba por qué los #cozyvibes del hogar, las vibras de lo mullidito, se han multiplicado en búsquedas de compras y en los algoritmos publicitarios que apelan a una determinada estética de ese sentimiento. Por qué este otoño especialmente, seamos madres o no, nos hemos refugiado "con ferocidad" en el ideal de esas casas limpias y ordenadas en tonos tierra, con velas encendidas, poleos menta humeantes, mantas cálidas achuchables y agujas de madera gorda listas para tejer bufandas de primer violín en lana de alpaca. Culpen a la pandemia, al confinamiento. A la necesidad de pertenencia a un refugio personal cuando sientes que ahí fuera, más que nunca, cada vez todo se siente más caótico y gélido.

"¿Qué pasa si nuestra obsesión por lo confortable ha crecido a la par de nuestro creciente sentimiento de precariedad colectiva: económica, medioambiental, social?", se pregunta Jezer-Morton en el texto. Sabemos que más de la mitad del millón de empleos que se esfumaron en España durante el confinamiento eran femeninos. Que la crisis de conciliación puede hacer retroceder a las mujeres toda una generación. "¿A dónde va la ambición cuando los trabajos desaparecen y las cosas por las que te habías esforzado ya no se sienten importantes porque son el botín de un sistema podrido que necesita una revisión a fondo?", se preguntaba la escritora Maris Kreizman hace unos meses en un texto viral. Entonces espero que todo esto no nos esté pillando a todas en nuestro búnker, dando puntadas pero no ruido. Todas tejiendo la bufanda del fin del mundo aisladitas y en silencio.

Qué he consumido estas dos últimas semanas

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